domingo, 3 de enero de 2016

SEYCHELLES III

                                                   “Indiana Jones y el Templo Maldito”


Después de tres días cruzándome la jungla para llegar a paradisíacas y solitarias playas, le rogué a mi chico, que me dejara descansar de tanta fauna autóctona y disfrutar de una playa poblada con acceso tranquilo. Nunca pensé que agradecería tanto bañarme entre “multitudes”, léase los cuatro guiris que estábamos allí.pp


Todas las playas estaban repletas de pequeños cangrejos blancos, que se habían ganado mi confianza al demostrarme que me tenían más miedo ellos a mí, que yo a ellos. Eso no quitaba, que no se me oyera algún gritito cuando alguno cruzaba la zona de seguridad.





Todas estas playas estaban pobladas de palmeras y también de unos árboles, con una hoja muy parecida a la del ficus. Ambos, se adentraban en el mar, ofreciendo al pobre guiri una sombra donde cobijarse. Esto era de agradecer, ya que si no, podías adquirir quemaduras de 3ª grado o una buena insolación.





Y ahí estábamos los dos amantes de Teruel, tonta ella y más él. Yo apoyada sobre su pecho con las dos manos y la barbilla encima, mirándole mientras charlábamos. Cuando de repente, me cayó algo VIVO sobre el hombro. Pegué un grito y me levanté a toda velocidad. Él, el de Teruel, observaba mi baile africano entre risas.

Conseguí darle un manotazo y recibí a cambio, un mordisco en el dedo índice con una fuerza indescriptible. Me marqué unos pasos más de baile mientras giraba sobre mí misma, agitando el brazo, como quien quiere bajar un termómetro y el atacante salió despedido.

Mientras agarraba mi dedo, llorosa, vi como mi TUROLENSE, pasaba de la risa a la lividez en décimas de segundo al ver que no era un cangrejo lo que me había atacado, sino una araña.
El dedo se me empezó a poner como un chorizo. Estábamos a más de media hora del lugar más próximo para pedir ayuda. Cogimos nuestros bártulos, el cadáver de la araña asesina y nos marchamos a buscar socorro.

Mi dedo había pasado de chorizo a morcilla, cuando tuvimos la suerte de encontrarnos con un ciudadano del lugar. Le pedimos socorro y al ver al arácnido, nos tranquilizó aclarándonos que ese tipo de araña no era venenosa, que vivían en estos árboles, tipo ficus y que lo más seguro fue, que se debió escurrir de su hoja y murió del susto por mi tosco trato.


Gracias a Dios, yo no morí del susto. Y esta experiencia me cambió por completo y me enseñó a convivir con los bichos en los viajes sucesivos. Fue el primero que me atacó, pero no sería el último, pero esa ya es otra historia.

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